Autorretrato

La imagen que creas de mí tal vez no sea yo. A eso le temo, porque no soy yo quien soy cuando la pantalla nos separa; aunque mis escritos son reales y transmiten todo lo que puedes sentir, lamentablemente no lo es todo. Sí, conoces mi rostro y alguna vez has escuchado mi voz por teléfono. Sí, nos quisimos como se quiere cuando falta esa irremediablemente inoportuna esencia de la razón que nace cuando muere la idealización del otro.

Digo que tal vez no sea yo porque, a ratos, yo mismo no sé quien soy. Sólo sé que me conoces, o quiero creer que me conoces, siquiera un poco más de lo que quiero conocerte yo a ti, lo que ya es bastante más de lo que me conozco yo mismo.

¿Cómo explicarlo? Te digo que no soy yo aquél otro que soy en ti, pero puedo coincidir con él en ciertos aspectos, como en el caso de que lo que lees al abrir un correo mío es mío mientras permanece oculto a toda mirada, pero cuando te lo apropias ya no me pertenece, en ese caso se vuelve tuyo, o mejor, de los dos.

Honestamente no tengo palabras para hablar de ti, pero sí las tengo deshonestas, cosa que no es mala, por el contrario, es buena. Por ejemplo: si te imagino prefiero atribuirte unos cuantos defectos para no quedar fascinado ante tu figura, ya que de ser así no hubiera podido concentrarme en otra cosa que no fuera en el hechizo de tu rostro. Por eso es mejor mentirme a mí mismo, para no despertar a mitad de la noche con la fastidiosa seguridad de que no estás cerca.

El autorretrato llega aquí. Si yo no puedo ser más que uno de tantos posibles contendientes y mi derrota se ve tan clara como la botella de agua que una amiga mía compra a diario, entonces debes saber que yo soy mis propias letras, palabras, líneas, párrafos, cuartillas; soy una abstracción que se te presenta en grafías, no soy el que escribe, soy lo que escribo. De este modo me veo y deseo que me veas; así me pinto yo.