domingo, 8 de agosto de 2010

Sans Lumière (2/5)

El bello mundo me produce asco.
Si pudiera, lo haría
saltar en pedacitos por los aires,
y con él a mí misma
.
Carmen Jodra Davó


Desde su ventana sale el aroma del desayuno recién preparado, listo para ser comido en cuanto se siente a la mesa. En medio hay un servilletero, recuerdo de la boda de su hermana que hace dos semanas regresó de su luna de miel, en una campiña francesa, presumiendo haber hecho el amor con su marido en un calvero. “Romántico, hermana, en serio, simplemente romántico”, le dijo.

Por televisión ve las noticias matutinas y replica a cada nota presentada; se entretiene en ese juego lo que duran sus alimentos. En su rutina sigue un baño rápido, arreglarse a medias y salir con cinco minutos de retraso hacia el trabajo. Alrededor de doscientos sesenta y un días del año son así. Los demás son sábados y domingos. Aunque hay veces que enferma y cambia su rutina un poco: llama y dice que el médico le ordenó reposo, entonces pasa hasta la noche en cama viendo películas.

Al cruzar la puerta que divide a la calle de la empresa cubre su rostro con una máscara que le permite interactuar lo mejor posible con los clientes, contestar las llamadas de forma atenta y tener listo para su jefe, a quien ama secretamente, un buen café para darle ánimos después de la pelea nocturna y el desayuno glacial con su esposa. Su vida laboral es una cadena de clichés.

Ya en la noche, de nuevo en su departamento, prepara lo primero que encuentra en el refrigerador y cena en compañía de la radio. Hacia las once de la noche queda dormida.

Siempre igual, transcurre su tiempo sola. No le gustan los perros. No tiene gato, no tiene canario. No tiene pez. Despierta con la esperanza de que con el paso de las horas algo ocurrirá, algo especial, sorpresivo; y nada sucede. Se acuesta en compañía de sus viejos fantasmas, deseosos de ser libres, ansiosos por irse, por dejar de atormentarse atormentando a una mujer que prefiere llorar las penas de otros e ignorar las propias. Su vida privada también es un cliché.

Sola, como desde hace varios años, busca el motivo de esa misma soledad, pues evita acudir a analistas (sean psicólogos, psicoanalistas o amigas en una tarde de café) para no tener que compartir lo único que de verdad siente suyo, que es precisamente, redundantemente, la soledad. A veces concluye en que es fea, horrible a los ojos del mundo, corre a verse al espejo y recapacita: no es fea, nunca ha sido fea, al contrario, es más bonita que muchas mujeres que conoce, más que todas las de su familia. Otras veces siente que el problema es su carácter, pero todos le dicen que es la personificación de la amabilidad. Así, se rinde, prefiriendo hundirse ignorante a gastar la poca fuerza que tiene en pesquisas circulares.

Su madre le dice que no debe desesperarse, es joven (apenas veintisiete), ya llegará su tiempo. Su hermana le dice que todo es virtud en ella, la admira, y no se puede explicar lo que pasa. “Incluso planeaste mi boda y el viaje en poco tiempo, no sé que hubiera hecho sin ti; sigo sin entender, los hombres son tan imbéciles para no fijarse en una mujer como tú.” Sí, la boda, la que planeó por años para sí, la misma que regaló secretamente a su hermana; el viaje que siempre ha querido hacer desde que terminó su curso de francés, también para su hermana; si ahora ella hiciera el mismo viaje, aunque sin compañía, no sería igual; y con las ganas que tenía de recorrer las mismas calles de Bouville (o los restos de ellas) por las que Antoine Roquentin paseó, en las que él sintió la nausée.

Cuando leyó el libro pensó en lo terrible de esa sensación; por supuesto era menor, tendría diecisiete años, y una voracidad lectora, al descubrir los problemas de ser un individuo, de carecer de importancia colectiva. A esa edad se propuso nunca abandonarse a ese sentimiento, nunca dejar que se presentase en ella.

No lo logró, lo sabe. A cada rato le viene un estremecimiento espantoso, escalofríos, desea desaparecer para que, igual que a Roquentin, los objetos no la toquen. Su náusea personal. Esos instantes quedan sin luz; se le oscurece la vista, nada más siente, en silencio, sólo siente... y pesa, la aplasta.

Por eso decide suicidarse. Un sábado por la mañana, a las ocho, se levanta de la cama, busca todas las cajas y frascos de medicamento que tiene. Los pone sobre la mesa del comedor, escribe una nota, va por una botella de vino (comprada especialmente para este día) y toma, una por una, cada pastilla hasta que no resiste y cae sobre el piso, inconsciente. Son las nueve con cincuenta. Está segura de que a las diez en punto su madre, quien tiene llaves, llegará, quizá con su hermana, como cada semana para desayunar juntas. La encontrarán tirada, se asustarán, pedirán una ambulancia, lo normal que se hace en estos casos. Tal vez la salven, tal vez no, eso no importa. Sólo quiere que alguien lea su nota y entienda lo que siente al escribir que:


On sent: ce soir s’effeuilleront les roses,
trop pleines d’elles mêmes, en douces agonies.
Ô mon enfant, ô mon amie vas y-:
la vie s’éclaire dans la mort des choses.

3 comentarios:

José Luis Dávila dijo...

Nota: el poema es de Rilke, y dice más o menos: Se presiente: esta tarde se deshojarán las rosas, /de ellas mismas tan plenas, en dulces agonías. /Anda, oh, mi niña, oh mi amiga:/la vida se ilumina en la muerte de las cosas.

Anónimo dijo...

Hola, este relato me agrado más, me recuerda a una temporada de mi vida, bueno creo que ya hablé demasiado, me gusto y el poema es muy lindo.
Saludos.

José Luis Dávila dijo...

Gracias, Anónimo, espero también te guste la siguiente parte, la acabo de subir. Saludos.